En
“El Camino posible: Producción Social del Hábitat En América Latina” [1]
Joakim Olsson [2] pone de manifiesto que un
67 %de las viviendas en América Latina han sido hechas mediante producción
social del hábitat. Una parte significativa de este porcentaje, agrega,
corresponde a viviendas construidas por familias en situación de pobreza, lo
que revela el dinamismo de estas familias así como su espíritu emprendedor y su
voluntad de salir adelante a pesar de la adversidad. No obstante, nos dice
Olsson, enaltecer este espíritu a veces heroico, no debe dejar pasar por alto
que se trata por lo general de respuestas atomizadas y poco eficaces que pueden
acarrear mayor caos urbanístico en las ciudades y acrecentar sus índices de
vulnerabilidad. Por eso, agrega, resulta
ineludible reclamar un apoyo público decidido en materia de vivienda, acceso al
suelo, financiamiento de las obras y marcos legales que favorezcan la
organización de la gente para hacer frente al problema de la vivienda.
Enrique
Ortiz [3], por
su parte, distingue básicamente dos formas de entender a la vivienda: Como
derecho humano o como mercancía que, por la lógica del mercado traduce la
demanda en potencial y efectiva, quedando esta última limitada a los sectores
que cuentan con capacidad de pago. La vivienda como mercancía, a su vez, está
asociada a la noción de vivienda como producto terminado, lo que lleva a la
necesidad de pensar en la canalización
de grandes montos de inversión, limitar el número de unidades producidas,
ahorrar costos, producir viviendas pequeñas en lugares alejados. Por lo tanto,
puntualiza EO, la vivienda como producto terminado cuando está destinada a
sectores de bajos ingresos, lleva aparejada inevitablemente el concepto de
“vivienda mínima”.
Aquellos
que no logran acceder al mercado formal de esta vivienda mínima, pueden tener,
en teoría, posibilidad de recibir algún tipo de apoyo estatal en el marco de lo
que EO llama “la vivienda como satisfactor social”. No obstante, en las últimas
décadas el estado se ha limitado a cumplir un papel facilitador con resultados, a la postre, muy poco
alentadores, lo que lo ha llevado a ensayar nuevas modalidades esta vez
orientadas fundamentalmente a los sectores de muy bajos recursos.
Como
consecuencia de lo anterior, la mayor parte de las viviendas en América Latina
son producidas por los propios usuarios para satisfacer sus necesidades de
techo: Los “bienes de uso
autoproducido”, donde se privilegia el valor de uso de las viviendas por sobre
su valor de cambio. Esta modalidad
supone a la vivienda como un proceso donde la gente produce su vivienda “con la
dinámica de sus recursos, posibilidades, necesidades y sueños. Puede partir de
soluciones precarias en superficie y acabados, pero si está bien planteada ofrece
mayor calidad de vida en el largo plazo y mayor flexibilidad para adaptarse a
la dinámica familiar”.
Concebir
a la vivienda como proceso autogestivo, continúa EO, puede posibilitar atender
a más familias, lograr producción masiva, atender a sectores de bajos ingresos,
estimular la movilización de otros recursos sociales, orientar mejor los
subsidios y bajar su monto, y lograr períodos más cortos de recuperación.
La
vivienda autoproducida es, por otro lado, un bien social potencialmente
abundante, contrariamente a lo que sostienen quienes apuestan por la vivienda
como mercancía, para los que la vivienda
terminada es un bien caro y escaso al que los sectores de bajos ingresos
no pueden acceder en plenitud. La vivienda producida por los habitantes parte
de un concepto diferente de la noción de recursos: Habilidades, apoyo mutuo;
solidaridad; uso de materiales locales reciclados; imaginación; ahorro en
materiales; uso de tiempos libres; supervisión directa del proceso productivo,
entre otros.
Por
último, la vivienda como acto de habitar difiere de la vivienda objeto, toda
vez que implica una relación cultural donde
el habitante se articula no solo a un lugar sino a su entrono social y a
su historia.
Más
adelante EO define sintéticamente a la
PSH de la siguiente manera: “Produce sin fines de lucro, bajo
iniciativa y control de los
autoproductores y desarrolladores sociales, viviendas y conjuntos
habitacionales que adjudica a demandantes individuales y organizados
(principalmente de bajos ingresos) que en general son identificados y
participan activamente desde las
primeras fases del proceso habitacional.
Y
más adelante distingue PSH y autoconstrucción, que sería la práctica de
edificar viviendas y otros
componentes del hábitat por sus propios
usuarios y puede realizarse bajo procesos individuales-familiares (autoayuda) o
colectivos-solidarios (ayuda mutua). Puede ser la opción que asume una
organización o grupo de familias, pero
esta opción sólo implica una fase del proceso productivo, y no necesariamente
el control integral del mismo, cinco fases a saber: Promoción-integración;
planeación; construcción ; distribución y uso de la vivienda.